Coronavirus in the brushes of Pieter Brueghel.
Dermatol Rev Mex. 2020 mayo-junio;64(3):351-355.
Pablo Campos-Macías
Dermatólogo, Facultad de Medicina de León, Universidad de Guanajuato, Hospital Aranda de la Parra de León, Guanajuato, México.
Dos han sido las ocasiones que he estado frente a la pintura El Triunfo de la Muerte en el Museo Nacional del Prado, de Madrid, concebida por el pintor flamenco Pieter Brueghel (1525-1569), un óleo sobre tabla, pintado el año 1562, de 117 cm de alto x 162 cm de ancho, parte de la colección de pinturas de la casa real española, adquirida por Isabel de Farnesio para el Palacio de la Granja en 1759 y desde 1827 parte de la colección del Museo Nacional del Prado.
En esas dos ocasiones la estuve admirando por más de una hora, recorrí cada escena y cada rostro, al terminar, las dos ocasiones terminé con el corazón estrujado y las mejillas húmedas.
Hoy sentí la necesidad imperiosa de acudir al Museo del Prado a ver la pintura, pero me informan en las aerolíneas que no hay vuelos a España, por los medios informativos me entero de que las puertas del museo han cerrado por la pandemia, pero escurre información de que los museos han abierto sus puertas virtuales y heme aquí nuevamente, frente a El Triunfo de la Muerte.
Recorro centímetro a centímetro la pintura, hay un momento en que me percato que estoy solo en la sala, el vigilante está distraído y de forma impulsiva, sin pensarlo, mi mano transgrede el límite permitido y toca su superficie, al retirar la mano me doy cuenta que se encuentra manchada de pintura, de pintura fresca, veo el recuadro informativo a un lado de la pintura, sí, los datos del autor son los mismos, Pieter Brueghel, llamado “el viejo”, pero el título del cuadro no es el mismo, se lee: El coronavirus en los pinceles de Pieter Brueghel y la fecha es diferente, se lee: año 2020.
En la parte superior izquierda dos esqueletos tañen las campanas, es la hora del Juicio Final, un juicio en el que, a diferencia del plasmado por Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, nadie vendrá a separar a los justos de los pecadores, todos tienen el mismo destino: la muerte.
Y es la muerte la que entra a la escena, en la parte izquierda del cuadro, sobre un caballo que jala una carreta llena de cráneos, en su mano lleva un reloj de arena, reloj que señala que el tiempo se ha acabado.
Los seres humanos, con base en el poder y el tener, creamos estratos sociales, poblaciones y países de primer y tercer mundo, para la muerte todos somos iguales en el último gran acontecimiento de nuestra vida. Brueghel lo ejemplifica magistralmente en la parte inferior de su pintura; se representa al rey, y con él la clase privilegiada que, a pesar de sus títulos nobiliarios y el dinero acumulado en grandes barricas, sucumben, lo mismo que el religioso y con él la alta jerarquía eclesial a pesar de sus plegarias. Observamos a un campesino que, millonario en carencias, está siendo degollado, los jugadores de naipes, en el extremo derecho, pierden su última partida, el bufón no tiene tiempo para representar una sátira de la danza macabra que ocurre a su rededor y trata de eludir la realidad escondiéndose debajo de una mesa. La muerte ni siquiera respeta a la pareja de jóvenes, él toca el laúd, ella canta con una partitura, detrás un esqueleto toca un violín, formando un trío mortal que los transportará al más allá; ellos, ciegos de amor, un amor que no les confiere inmunidad, son ajenos a la crueldad que los rodea.
El centro de la escena es de una naturaleza apocalíptica, la muerte sobre su caballo y la guadaña en la mano derecha:
“Y he aquí que apareció un caballo rojizo, cuyo jinete se llamaba Muerte…
le fue dado poder sobre la cuarta parte de la tierra para matar con la espada, con el hambre, con la peste y con las fieras de la tierra”
Apocalipsis 6, 8-15
La población impregnada de pánico trata de huir, se atropellan unos con otros, no son conscientes que en esa vertiginosa y desesperada huida son conducidos por una legión de esqueletos a la entrada de un gigantesco ataúd, con una cruz de muerte en la parte superior, franqueado por escuadrones de esqueletos, cuyos escudos son tapas de ataúdes.
La macabra escena, en su parte superior, muestra el panorama triste y desolador que va quedando al paso de la danza de la muerte.
Las tinieblas se ciernen sobre la tierra, las naves arden en el mar y el avance implacable del ejército de la muerte tiñe el paisaje de escalofriantes escenas; hombres ahorcados, empalados y torturados por esqueletos. Algunos, en su desesperación, se suicidan ante la certeza de un destino inequívoco.
En la pintura que observé las dos primeras veces que acudí al Museo del Prado, la muerte es la representación de la terrible pandemia de peste que azotó el viejo continente, devastándolo, mermando en una forma dramática su población, alcanzando su cenit el año 1348.
En la pintura que observo hoy, en mi tercera vista, una visita virtual, la muerte representa un virus mortal que surgió a fines del año 2019, como consecuencia de la trasgresión poco respetuosa que los seres humanos hemos hecho de los diferentes biosistemas. La muerte que entra a escena en un caballo, jalando una carreta llena de cráneos, con el reloj de arena que nos dice que el tiempo se ha acabado, procede de Wuhan, China.
Sigo siendo el único visitante virtual en la sala del Museo del Prado, el vigilante no está en su sitio, logro desprender mi vista de la pintura, el silencio es tal que escucho el doblar de las campanas accionadas por dos esqueletos en la parte superior del cuadro y de manera inevitable viene a mi memoria el poema de John Donne, poeta metafísico inglés de inicios del siglo XVII, que tanto impactó en la prosa de Ernest Hemingway.
“¿Por quién doblan las campanas?”
Ningún hombre constituye por sí solo una isla,
cada hombre es una porción de continente, una parte de tierra firme, la muerte de cualquier hombre me disminuye, puesto que estoy implicado en la condición humana, por tanto, nunca busques por quién
doblan las campanas, están doblando por ti
Existía en los pueblos un lenguaje en la forma de doblar de las campanas de las iglesias, lenguaje para comunicarse con la población, el más habitual, el sonido con el que se anunciaba que llegaba la hora de la celebración de la santa misa, otro sonido, más solemne que, al impacto del badajo en el metal, anunciaba a la población el fallecimiento de una persona del pueblo y era, al escuchar este sonido, cuando con inquietud todos los pobladores se preguntaban ¿por quién doblan las campanas?
Y es ese doblar, un doblar solemne de las campanas, el que escuchamos en la pintura de Brueghel, y cuando al escucharlo nos preguntamos por quién están doblando caemos en la cuenta que están doblando por mí, por ti, por todos, porque, como decía Donne, la muerte de cualquier persona nos disminuye, porque estamos implicados en la condición humana, imposible estar ajenos a todas y cada una de las muertes representadas. Se nos muestra una realidad magistralmente plasmada por el artista flamenco, es el escenario en que nos encontramos inmersos, del que somos testigos presenciales, caemos en la cuenta que somos parte de la pintura, los rostros de los personajes son nuestros rostros. Somos parte de la colección de pinturas del Museo Nacional del Prado.
Observo mi mano nuevamente, la pintura sigue fresca y conserva todos los tonos representados en el cuadro, los de la parte inferior, colores fríos, azul grisáceos, los de la parte superior ocres y sepias, que denotan desolación, ausencia de vida y esperanza, es de la pintura de estos sitios, fresca aún en mis dedos, en la que percibo su transformación a tinta, la tinta que fluye de la pluma con la que escribo estas reflexiones.