Dermatol Rev Mex 2018 julio-agosto;62(4):279-281.
Eduardo David Poletti
Consejero Honorífico de la Academia Nacional de Medicina ante COESAMED/CONAMED.
La mente humana, una vez ampliada por una idea nueva, nunca recobra sus dimensiones originales.
Oliver Wendell Holmes
Cuando un dermatólogo está convencido de que, llegado el momento de decidir si receta un placebo o no, deberá estar dispuesto a enfrentar una circunstancia ambivalente de ingenuidad o de provocación. Recuerdo mis primeras andanzas en el curso de pregrado de dermatología, cuando nos insistían que prescribiéramos “magnesia calcinada en sobrecitos” a los pacientes con verrugas vulgares crónicas, efluvio telógeno o vitíligo. Diversos textos dermatológicos actuales siguen dando cabida en un pequeño “apartadito terapéutico”, a prescribir placebos (o mejor dicho, a realizar un efecto placebo). ¡Exhortemos a futuros autores que lo hagan más in extenso, incluyendo el efecto nocebo! “Años luz” después, hube de enterarme del fundamento terapéutico del placebo, al atender y tratar de entender a los pacientes que recibo en mi práctica clínica. Corroboré que cuando el enfermo no sabe que tomará una sustancia inerte puede funcionar bien, pero, si él llegara a conocer que la píldora indicada es simplemente un comprimido de azúcar, ese efecto placebo se disolverá como el azúcar del que esté formado y que ha ingerido. Identifiqué que sin su gestión desaparece el acto “mágico” del placebo. Después me fui enterando que, paradójicamente, hay un buen respaldo con rigor científico que demuestra que los placebos funcionan incluso cuando los pacientes saben que son placebos ¿sería esto una especie de amenaza antidogmática?
Asimismo, el de la letra ya apuntaba en un editorial en la prestigiada revista DCMQ (abril-junio de 2007) “¿qué sucede cuando un paciente niega o exagera demasiado las expectativas que deposita en un fármaco, en la consulta o el procedimiento que realizamos? Conocido como efecto nocebo –por algunos denominado antiplacebo– es el resultado adverso e inverso respecto de lo esperado de la práctica clínica” [sic].
Estos adjetivos placebo/nocebo con los que calificamos las respuestas o reacciones benéficas/dañinas, agradables/desagradables, esperables/indeseables al suministrar un compuesto no son producto de una ecuación química, sino el resultado de las expectativas propias de cada paciente dependientes de su talante, para presagiar y anticipar si el fármaco le causará o no efectos iatrógenos. Estudios publicados en la revista Science, además de revelar que los efectos placebo y nocebo comparten bases neurológicas, indican que incluso el precio es un factor que puede influir en el tratamiento (Calloca L, Nocebo effects can make you feel pain. Science 2017;358:6359), y mismas apreciaciones tienen autores como Benedetti (Nocebo effects: more investigation is needed. Expert Opin Drug Saf 2018;16:1-3) y Wei y colaboradores (The influence of expectation on nondeceptive placebo and nocebo effects. Pain Res Manag 2018;8459429). Concuerdan que el efecto es más intenso, porque quizá los pacientes suponen que los medicamentos más caros son más potentes y eficaces y, consecuentemente, tienen también más efectos adversos.
Pasemos a un ejemplo clínico, en un escenario dermatológico del todo frecuente, una de las principales y más terribles dolencias del ser humano que nos toca enfrentar es la neuralgia posherpética (dolor persistente después de 30 días del primer síntoma herpético). La multitud de manifestaciones de las que se acompaña (entiéndanse como comorbilidades) nos hace caer tarde que temprano en sobremedicación intentando abatir la depresión, el insomnio, la anorexia, los trastornos de ansiedad e, incluso, de ideación suicida, que le acompañan inexorablemente, agravando el ya de por sí incoercible dolor. Acorde a las diversas guías de manejo terapéutico recomendadas (Johnson RW, Rice AS. Clinical practice. Postherpetic neuralgia. NEJM 2014;371[16]:1526-33), el camino evolutivo nos va “acorralando” a prescribir lidocaína o capsaicina en parches, infiltraciones intralesionales (anestesia tumescente con bupivacaína tipo Jaipur, inyección intratecal de metilprednisolona), tramadol, gabapentina, pregabalina, opioides (oxicodona, morfina) y fármacos alternativos (por ejemplo, buprenorfina) y los más variados antidepresivos tricíclicos. Aún con esta inmensa constelación de intentos terapéuticos, los efectos tienden a ser subóptimos porque consiguen analgesia clínicamente significativa en aproximadamente 50%; es decir, menos de la mitad de los pacientes. Conste que en el manejo inicialmente indicamos antivirales, quizá corticoesteroides y analgésicos de potencia intermedia, pero la evolución nos va convenciendo que fue una “ilusoria mejoría” y vendrán días más aciagos de desesperanza familiar. Surgirán las segundas, terceras o infinitas opiniones subsecuentes, donde persistentemente emergerá la pregunta: “¿Recibió mi familiar el tratamiento adecuado desde el inicio?“ “Doctor: ¿es normal que después de que ‘se apagaron las ampollitas’ iniciara el calvario doloroso?“ “¿Por qué, si yo seguí al pie de la letra las indicaciones iniciales?“, etc. Dicho esto, si abordamos el terreno terapéutico con antidepresivos, habrá que preguntarnos si el beneficio se logra por el efecto placebo más que por su verdadera acción biológica del principio activo, porque a pesar de sus diferentes mecanismos de acción, su beneficio es similar. Ahora bien, considerando que los placebos realmente funcionan aun si el paciente sabe que lo son, tendremos nuevas oportunidades terapéuticas y nos dejaría mejor posicionados en consciencia, diluyendo el actual dilema ético del engaño al paciente. ¿Podremos lograr esto con los pacientes escépticos?
El ritual de la consulta médica y del tratamiento tiene, sin duda, algún efecto curativo, pero está lejos de ser cuantificable y debidamente entendido, es hora de esclarecerlo con mejores evidencias, aceptando el misterio de los efectos psicogénicos, inducidos consciente o inconscientemente por el ignoto cerebro. Es interesante que el cuerpo médico sea más sólido y ferviente conocedor de que puede condicionar las expectativas del paciente y los efectos del tratamiento, dentro de los rangos éticos que esto exige. Aunque su comprensión científica sea todavía incipiente, no se puede ignorar que, de forma consciente o inconsciente, el efecto dubitativo de placebo-nocebo está presente casi en todas nuestras acciones terapéuticas, baste mencionar la frecuencia con la que tenemos que abordar y explicar los efectos esperables al prescribir isotretinoína. La “magia prescriptiva” está en cada rincón, pero habrá que observarla atentamente. Y a los clínicos no nos queda más remedio que asumirla y aprender a perfeccionarla en el arte cada vez más exigido de la comunicación con los pacientes. ¿Aceptaremos que el dilema entre placebo y nocebo no depende sólo de expectativas racionales, sino del aprendizaje inconsciente que, como condicionamiento, resulta de la experiencia y sugerencias de cada uno de los actores principales de actos médicos previamente vividos por pacientes y médicos?